Crimen y castigo de Fiódor M. Dostoievski (Libro 01 - Cap 2A)
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Novela: Crimen y castigo Autor: Fiódor M. Dostoievski PRIMERA PARTE CAP II - A Raskolnikoff no estaba habituado a la multitud, y, conforme hemos dicho, desde hacía algún tiempo evitaba las compañías de sus semejantes; pero de repente se sintió atraído hacia los hombres. Cualquiera hubiera dicho que se operaba en él una especie de revolución y que el instinto de sociabilidad recobraba sus derechos. Entregado durante un mes completo a los sueños morbosos que la soledad engendra, tan fatigado estaba nuestro héroe de su aislamiento, que deseaba encontrarse, aunque no fuese más que un minuto, en un ambiente humano. Así, pues, por innoble que fuese aquella taberna, se sentó ante una de las mesas con verdadero placer. El dueño del establecimiento estaba en otra habitación; pero salía y entraba frecuentemente en la sala. Desde el umbral, sus hermosas botas de altas y rojas vueltas atraían inmediatamente las miradas; llevaba un paddiovka y un chaleco de raso negro horriblemente manchado de grasa y no tenía corbata; la cara parecía untada de aceite. Tras el mostrador se hallaba un mozo de catorce años, y otro más joven servía a los parroquianos. Expuestas en el aparador había varias vituallas, trozos de cohombro, galleta negra y bacalao cortado en pedazos; todo exhalaba olor a rancio. El calor era tan insoportable y la atmósfera estaba tan cargada de vapores alcohólicos, que parecía imposible pasar en aquella sala cinco minutos sin emborracharse. Ocurre a veces que nos encontramos con desconocidos que nos interesan por completo a primera vista, antes de cruzar una palabra con ellos. Esto fué lo que sucedió a Raskolnikoff respecto al individuo que tenía el aspecto de un antiguo funcionario. Más tarde, al acordarse de esta primera impresión, el joven la atribuyó a un presentimiento. No quitaba los ojos del desconocido, sin duda porque este último no dejaba tampoco de mirarle, y parecía muy deseoso de trabar conversación con él. A los demás consumidores, y aun al mismo tabernero, los miraba con aire impertinente y altanero; eran, evidentemente, personas que estaban por debajo de él en condición social y en educación para que se dignase dirigirles la palabra. Aquel hombre, que había pasado ya de los cincuenta años, era de mediana estatura y de complexión robusta. La cabeza, en gran parte calva, no conservaba más que algunos cabellos grises. El rostro largo, amarillo o casi verde, denunciaba hábitos de incontinencia; bajo los gruesos párpados brillaban unos ojillos rojizos, muy vivaces. Lo que más impresionaba en su fisonomía era la mirada en que la llama de la inteligencia y del entusiasmo se alternaba con no sé qué expresión de locura. Este personaje llevaba sobretodo negro, viejo, todo desgarrado, y no gustándole, sin duda, llevarle abierto, lo abrochaba correctamente con el único botón que el sobretodo tenía. El chaleco, de nanquin, dejaba ver la pechera de la camisa rota y llena de manchas. La ausencia de barba denunciaba en él al funcionario; pero debía haberse afeitado en una época bastante remota, porque le azuleaban las mejillas con un pelo muy espeso. Notábase en sus maneras cierta gravedad burocrática; pero, en aquel momento, parecía conmovido. Se revolvía los cabellos, y, de tiempo en tiempo, apoyaba los codos en la mesa pringosa, sin temor a mancharse las mangas agujereadas, y reclinaba la cabeza en las dos manos. Por último, comenzó a decir en voz alta y firme, mirando a Raskolnikoff. —¿Será una indiscreción por mi parte, señor, hablar con usted? Porque es lo cierto que, a pesar de la sencillez de su traje, mi experiencia distingue en usted un hombre muy bien educado y no un asiduo parroquiano de taberna. Siempre he dado mucha importancia a la educación, unida, por supuesto, a las cualidades del corazón...