Crimen y castigo de Fiódor M. Dostoievski (Libro 01 - Cap 6)
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Novela: Crimen y castigo Autor: Fiódor M. Dostoievski PRIMERA PARTE CAP VI Raskolnikoff supo después por qué el vendedor y su mujer habían invitado a Isabel a venir a su casa. La cosa era sencillísima: una familia extranjera que, encontrándose muy apurada, quería deshacerse de algunos efectos, que consistían en vestidos y en ropa interior usada de mujer. Estas personas deseaban ponerse en relación con la vendedora. Isabel ejercía este oficio, y tenía una numerosa clientela, porque era muy formal y decía siempre el último precio. Con ella no había regateo; en general hablaba poco, y, como hemos dicho, era muy tímida. Desde hacía algún tiempo Raskolnikoff se había hecho supersticioso y, por consiguiente, cuando reflexionaba, sobre todo este asunto, se inclinaba siempre a ver en él la acción de causas extrañas y misteriosas. El invierno último, un estudiante conocido suyo, Pokorieff, a punto de volverse a Kharkoff, le había dado, al despedirse, la dirección de la vieja Alena Ivanovna, para caso de que tuviera necesidad de algún préstamo sobre prendas. Pasó mucho tiempo sin ir a casa de la vieja, porque el producto de sus lecciones le permitía ir viviendo. Seis semanas antes de los acontecimientos que vamos refiriendo, se acordó de las señas; poseía dos objetos por los cuales podía prestársele algo: un reloj de plata que conservaba de su padre, y un anillo pequeño de oro con tres piedrecitas rojas, que su hermana le había dado como recuerdo en el momento de separarse. Raskolnikoff se decidió a llevar la sortija a casa de Alena Ivanovna. Desde el primer momento, y antes de que él supiera nada de particular acerca de ella, la vieja le inspiró una violenta aversión. Después de haber recibido el dinero entró en un mal taklir que encontró al paso. Allí pidió te, se sentó y púsose a reflexionar. Una idea extraña, todavía en estado embrionario en su espíritu, le ocupaba por completo. Ante una mesa vecina a la suya, un estudiante, a quien no se acordaba de haber visto jamás, estaba sentado con un oficial. Los dos jóvenes acababan de jugar al billar y se disponían ahora a tomar el te. De repente, Raskolnikoff oyó al estudiante que daba al oficial la dirección de Alena Ivanovna, viuda de un secretario de colegio y prestamista sobre prendas. Esto sólo pareció ya un poco extraño a nuestro héroe: se hablaba de una persona de cuya casa acababa él de salir. Sin duda, todo ello era pura casualidad; pero en aquel momento hallábase bajo una impresión que no podía dominar, y he aquí que, precisamente en aquel momento, alguien venía a fortificar en él esta impresión. El estudiante comunicaba, en efecto, a su amigo, diversos pormenores acerca de Alena Ivanovna. —Es un famoso recurso—decía—; siempre hay medio de procurarse dinero en su casa. Rica como un judío, puede prestar cinco mil rublos de una vez, y, sin embargo, acepta objetos que no valen más que un rublo. Es una providencia para muchos de nosotros. Pero, ¡qué horrible arpía! Se puso a contar que era mala, caprichosa; que no concedía siquiera veinticuatro horas de prórroga, y que toda prenda no retirada en el día fijo, era irrevocablemente perdida por el deudor; prestaba sobre un objeto la cuarta parte de su valor y cobraba el cinco y el seis por ciento de interés mensual, etc. El estudiante, que estaba en vena de hablar hasta por los codos, añadió que esta horrible vieja era pequeñuela, lo que no le impedía pegar a menudo y tener en completa dependencia a su hermana Isabel, que medía, por lo menos, dos archines y ocho verchoks de estatura. —¡Es un fenómeno!—exclamó, y se echó a reír. La conversación recayó en seguida sobre Isabel. El estudiante hablaba de ella con marcado placer y siempre sonriendo. El oficial escuchaba a su amigo con mucho interés y le suplicó que le enviase a aquella Isabel para que le repasase la ropa...